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Orestes Ferrara
 
La República de Cuba a la luz de las
Memorias de Orestes Ferrara
 
Por Vicente Echerri
 
Trabajo leído en la Conferencia Internacional «Orestes Ferrara Da Napoli a Cuba», que tuvo lugar el 23 de abril de 2009 en la ciudad de Nápoles auspiciada por el Instituto Italiano para los Estudios Filosóficos (Instituti Italiano per gli Studi Filosofici).
 
 
A mediados de la década del sesenta del pasado siglo, Orestes Ferrara, un hombre que entonces se acercaba a los noventa años, frágil de cuerpo pero aún con notable lucidez, escribía sus memorias en una suite del Gran Hotel de Roma. Si se tratara de la primera escena de una película, como desde hace mucho imagino esta vida, la cámara empezaría a alejarse para hacer un flash back hasta los portales del gran claustro del viejo Ateneo de Nápoles donde un joven de 19 años discute apasionadamente las noticias que llegan de una revolución que se libra en el último enclave colonial de España en América. Cuba, país del que tiene vagas nociones geográficas e históricas, se convierte para Ferrara, en poco tiempo, en una causa noble que le exige la puesta en práctica de un empeño extraordinario, empeño que podría incluir el sacrificio de la vida..
 
Así se inicia la aventura de una persona y de una nación que, a partir de ese momento, no podrán desligarse; de aquí que en este texto resalten, a primera vista, dos curiosas circunstancias: primera, que estas memorias estén escritas en español, pese a que el autor es un italiano que, en el momento de escribirlas, vive en Italia; segunda, que la niñez y la adolescencia de Ferrara, ese tiempo que antecede al inicio de su aventura cubana, así como los años que suceden al final de la república democrática que él ayudara a fundar y en la que fuera notorio participante, apenas encuentren espacio en un libro de más de 500 páginas. No es gratuito afirmar, pues, que las memorias de Ferrara son también un registro de la democracia cubana, de ese período relativamente breve y precario que media entre los cuatrocientos años de vida colonial y el último medio siglo de régimen totalitario.
 
Ferrara llega a los campos de la insurrección cubana bien entrado el 1897 y, en poco más de un año que dura aún el conflicto, alcanza los grados de coronel del Ejército Libertador, tanto por sus acciones de guerra como por su labor de jurista en el estado mayor del generalísimo Máximo Gómez. Según Ferrara y otros testigos, ese último año fue el más difícil, aun cuando al final, después del relevo del gobernador Valeriano Weyler, las hostilidades del ejército español disminuyeron sensiblemente. No obstante, el hambre arreciaba y aumentaban las deserciones. Es entonces que se produce la intervención de los Estados Unidos que, contrario a lo que dicen muchos libros de texto cubanos, fue celebrada como una bendición en el campo rebelde. En sus memorias dice Ferrara: «En tal estado verdaderamente penoso, recibimos la noticia de la intervención americana. No puedo explicar el júbilo intenso, enloquecedor, que se apoderó de los cubanos. Corríamos por el campamento, nos abrazábamos, y el grito común era: “al fin libres”».
 
En la génesis de la República de Cuba hay que contar como un factor decisivo el ingrediente de la intervención. No creo yo que sin ese factor los cubanos no hubiesen terminado por ser independientes, pues las metrópolis coloniales siempre acaban por fatigarse frente a las revoluciones nacionalistas; pero no creo tampoco, que los norteamericanos llegaron a arrebatarles la victoria a los rebeldes. Creo, más bien, que la intervención, fomentada a través de los órganos de prensa norteamericanos que eran simpáticos a la causa de Cuba, crearon un estado de opinión más cercano a un acto de socorro que de rapiña. Los gestores y propulsores de este clima fueron los cubanos del exilio que llegaron a funcionar como un poderosísimo lobby en beneficio de su causa, empujando incluso a un gobierno, como el de William McKinley, que al principio se había mostrado renuente a esa intervención.
 
Ferrara, que siempre vio con simpatía la intervención y que la defendió públicamente en la Sexta Conferencia Panamericana celebrada en La Habana en 1928, creía, sin embargo, que los cubanos hubieran podido arreglárselas mejor sin los norteamericanos y específicamente sin la Enmienda Platt, que si bien era una garantía que Estados Unidos se sentía con derecho a tener ante el monto de las inversiones que ya había hecho en Cuba y que tenía la válida justificación de garantizar la funcionalidad del Estado frente a elementos que quisieran subvertirlo, no sólo constituyó, en lo moral, una humillación para la naciente soberanía cubana, sino un peligroso certificado de ineptitud cívica que sirvió para perpetuar un cierto infantilismo político que permitiría que los gobiernos —y las oposiciones— se portaran irresponsablemente, porque ahí estaría el Tío Sam para sacarles las castañas del fuego. Huelga decir que esta actitud se adentró tan profundamente en la psique cubana que pervive hasta hoy, setenta y cinco años después de que la Enmienda Platt fuera abrogada.
 
El idealismo que arrastró a Ferrara a luchar por la independencia de Cuba y luego a contribuir a su formación como Estado, se nutría de la ilusión «de ver la formación de un gobierno moderno, que llegara a ser algo así como una pequeña Inglaterra. La realidad me presentó un Estado más de la América Latina»
 
Al ir desgranando sus recuerdos en la cronología de la joven república, Ferrara va apuntando sus frustraciones que coinciden con el derrotero de un fracaso. Pese a que afirma, en más de una ocasión, la pureza de los ideales cubanos en los inicios de la república, refiriéndose, entiendo yo, a su escrupulosidad administrativa —«El cubano de aquellas primeras horas era de una pureza intachable» , dice — , detecta, desde muy temprano, la presencia del caudillismo y de las camarillas políticas. Este espíritu se hizo patente casi al término del primer gobierno independiente cuando la tozudez de un hombre honrado como Tomás Estrada Palma dio paso a los excesos de su cuestionada reelección y llevó a Ferrara otra vez al campo insurgente.
 
La llamada guerrita de agosto y la inflexibilidad de las partes, sobre todo del Presidente, a pactar un arreglo, trajo de nuevo a los americanos. Aunque nunca más en nuestra historia se materializó esta intervención —hasta para desgracia nuestra, me atrevo a decir hoy— sirvió para reafirmar nuestra puerilidad política, si bien dio paso a instituciones más liberales y a un afianzamiento de las libertades individuales con la prosperidad que siempre traen aparejadas. El Espíritu público se nutría del liberalismo del siglo XIX, al que Ferrara se sentía tan afín. «La burocracia, más avara que toda bodega e infinitamente menos capaz» —dice al juzgar este período de prosperidad que arranca con el gobierno de José Miguel Gómez (1909-1913) y se extiende hasta casi el final del gobierno de Mario García Menocal (1913-1921)— «por suerte de Cuba, no ofreció sus servicios a la economía de nuestro resurgimiento. Y así, de un movimiento anárquico, bajo el aguijón del interés individual, vino el bien colectivo, la famosa riqueza de Cuba».
 
La libertad, que Ferrara sostiene como un bien supremo y no negociable, no es idéntica, sin embargo, a la independencia nacional, como muchos erróneamente suponen aún hoy. Él se extiende en apuntar los peligros de esta confusión. Se trata dice «de un problema, con el cual toda la América latina se ha enfrentado al alcanzar la emancipación. Es preciso partir del supuesto de que el contraste entre la libertad y la independencia surge de la dificultad de armonizar los hábitos ancestrales con las nuevas instituciones. Se añade a esto la general limitación constitucional de las repúblicas americanas, que queriendo imitar a los Estados Unidos, desembocan en un Ejecutivo poderoso y un Parlamento ineficaz. Se debe sumar, entre otros múltiples factores que podrían analizarse, la forma militarista de las revoluciones, causa inmediata del caudillaje». Y agrega seguidamente: «En Cuba tuvimos la gloriosa figura de José Martí… que a mi modo de ver fue el liberal más grande de todos los grandes agitadores de pueblos… Martí luchaba por la independencia convencido de que era el camino de la libertad. La independencia era para él un medio, no unfin» . Es curioso que los argumentos en contra de la libertad, entre ellos el sufragio universal y el Habeas Corpus, esgrimidos al inicio de la república por los elementos más conservadores, egresados casi todos ellos del movimiento autonomista, terminaran siendo los mismos que al final de la república arguyeran los que decían representar a las clases más populares y que encuentran su epítome en aquella infame pregunta de «elecciones, ¿para qué?» que Ferrara califica en sus memorias de «sacrílega frase medieval».
 
La fraudulenta reelección del presidente Menocal en 1916, lleva a los liberales de nuevo al campo de batalla, esta vez sin el consorcio activo de Ferrara que opta por el exilio, el primero de tres o cuatro, según se cuenten. Él, que ha justificado el alzamiento de 1906 contra la reelección de Estrada Palma, ve ahora la revolución como un recurso peligroso, sobre el cual hace esta atinada observación: «El fraude obligaba a los partidos de la oposición a redoblar sus esfuerzos legales, pero no los autorizaba a subvertir la vida civil de la nación. Los pueblos cometen el error de saltar fácilmente las fronteras del orden, y la pasión los conduce a cometer excesos. Cuba, más que ningún otro pueblo, lo ha exagerado en casos análogos, confundiendo la resistencia cívica con la rebeldía; la batalla diaria para defender la libertad de que habla Goethe, con la protesta armada; la mesurada y constante reacción ciudadana contra los abusos del gobierno, con la rebeldía ciega que es fuente de mayores abusos».
 
En realidad estaba refiriéndose al otro gran mal de la vida política cubana, la creencia en que existía un expediente de violencia llamado la Revolución, que fue adquiriendo personalidad propia hasta convertirse en una entidad metahistórica, destinada a corregir todos los problemas políticos y sociales del país en detrimento de los procedimientos democráticos. Este recurso adquirió una pertinencia mayor en la medida en que se acrecentaba la creencia en los hombres providenciales que podrían llegar a prescindir de la consulta electoral. Al referirse a la siniestra consigna de «elecciones ¿para qué?», Ferrara dice: «se quiere dar a entender que el gobierno, o un individuo, goza del fervor popular de tal modo que resulta innecesario probarlo».
 
Ya al final del gobierno de Alfredo Zayas (1921-1925), Ferrara detecta amagos de esta componenda que quiere reelegir al presidente mediante una camarilla liberal-conservadora «a la cual no le gusta» —dice— «la periódica consulta en los comicios públicos» . El arreglo no se dio entonces, pero se produciría cuatro años después en la llamada «prórroga de poderes» en que concurrirían los dos grandes partidos para reelegir sin elecciones a Gerardo Machado (1925-1933), y que dio lugar al desplome institucional de 1933 con catastróficas consecuencias para Cuba.
El gobierno norteamericano precipitó irresponsablemente la caída de Machado y luego no pudo frenar el colapso de las jerarquías y la grosera improvisación que le siguió. La izquierda, con diversas corrientes, dominaría enteramente la vida política cubana por los próximos 25 años, en los cuales se plantó en la mente de dos generaciones la idea teleológica de la Revolución. Todo lo que habría de advenir más tarde sería secuela.
 
Entre los tantos mitos acerca de Cuba propalados por la ignorancia, está el de que Fulgencio Batista fue un dictador de derechas.
 
Lamentablemente, en Cuba ya no había derechas. Aunque Batista, a tenor con la guerra fría, derivó más hacia el centro en su último paso por el poder, había sido un populista de izquierda (una especie de Chávez, aunque más refinado y menos estridente) a quien en un momento Neruda comparó con Tito y la Pasionaria. Sus principales oponentes de los partidos Revolucionario Cubano (Auténtico) y del Pueblo Cubano (u Ortodoxo) también eran de izquierda. La república que Ferrara ayudó a forjar y a la que sirvió por seis décadas sucumbió ante la irresponsabilidad política de una izquierda demagógica en un momento de altísima prosperidad. En su última visita a Cuba en 1955, mientras servía de embajador cubano ante la UNESCO, Ferrara advierte estos contrastes. «Aprecié que Cuba, en general, resultaba superior a la que yo había dejado en 1940, y el gobierno, en cambio, como algo muy inferior al de mis tiempos. En cuanto al conjunto debo afirmar que encontraba profesionales de mayor calibre, técnicos de superior importancia, mientras en el gobierno noté una ligereza y una inferioridad absolutas. Sin embargo, debo exceptuar de este concepto al general Batista» . Esta excepción de quien sus enemigos consideran el máximo responsable de la debacle nacional merecería un análisis que ahora el tiempo no nos permite.
 
El presente régimen cubano, que no es más que los truismos y vicios de la república llevados hasta sus últimas consecuencias, le impone a Ferrara el exilio definitivo, irónicamente en la patria de su nacimiento. Sin embargo, al concluir este recuento de su propia vida, su juicio sobre Cuba se sobrepone al pesimismo que derivan las circunstancias, y dice, casi al final: «Hubiera podido recobrar la nacionalidad italiana, no lo he hecho ni lo haré… He quedado cubano, en la desgracia, como en los buenos tiempos. Tengo la misma fe en Cuba que tuve cuando pelee en los campos frondosos de la isla».
 

Yo espero que cuando a Cuba regrese la libertad —que para Ferrara fue siempre un derecho inalienable—, esta ciudad de Nápoles y su familia permitan que él regrese también a descansar de manera permanente en la patria que eligió como suya, y a cuyo servicio se puso antes de conocerla, movido, como él mismo dijera, por impulso de su corazón.